La relación entre seres humanos y perros, frente a la relación con cualquier otro animal, no solo es muy distintiva, sino muy antigua. Estudios muy recientes han señalado que los perros fueron domesticados posiblemente hace unos 32.000 años. Es decir, mucho antes de la fecha que se venía admitiendo hasta ahora y que estaba estimada en alrededor de los 17 a 20.000 años. Esto ha hecho sugerir, entre otras muchas hipótesis, que estos animales hubieran podido contribuir al éxito evolutivo de nuestra especie. Éxito sin duda debido a la capacidad que los humanos tuvieron de domesticarlos y los beneficios derivados de ello, cosa que no hicieron, por ejemplo, los neandertales.
Es curiosa la hipótesis sobre el principio de esta domesticación (todavía cuando el hombre estaba dando los últimos pasos en la evolución de su propio cerebro): los perros fueron considerados animales muy especiales, debieron ser mirados como compañeros, y, al parecer, no sirvieron de modo generalizado como alimento. Esto pudo ocurrir no solo por sus capacidades singulares de apego emocional, (poseen un relativo-enorme cerebro límbico, emocional) sino también porque es posible que fueran animales útiles en ciertas labores, pues se especula que, ya desde el principio, pudieran haber sido utilizados tanto para la caza (proveedores de gran cantidad de carne) y como animales de carga con los que hacían sus largas, costosas y duras emigraciones.
A lo largo de esos miles de años de coexistencia con el hombre, los perros debieron desarrollar esas capacidades que hoy día conocemos y que los humanizan tanto. En particular esa capacidad extraordinaria que les permite entender, leer inconscientemente las intenciones y emociones de los humanos. Lectura que se piensa que hace el perro a través de los gestos corporales que observa pero, sobre todo, por el movimiento de los músculos de la cara (aparte, otros muchos estímulos y de modo especial los olores y los sonidos con los que claramente diferencia, lee, el lenguaje emocional universal). Es posible, pues, que el perro sea capaz de leer ciertas expresiones faciales; me refiero a aquellas que expresan alegría, disgusto, sorpresa, tristeza, rabia y sobre todo miedo.
Pero lo que quiero destacar aquí, ahora, es la lectura especial que estos animales hacen del movimiento de los ojos, de la mirada humana. Esto, al parecer, se debe, al menos en parte, a que la esclerótica humana (contrariamente a la del resto de los animales) es blanca, lo que permite al perro observar con facilidad el movimiento y dirección de la mirada junto, por supuesto, al propio movimiento de la cabeza. Ello representa una excepcional ventaja a la hora de cooperar en estrategias de caza o de otro tipo, sin que medien sonidos o alertas de cualquier otra naturaleza (como pudiera ser, por ejemplo, el movimiento de la cabeza que acabo de mencionar) y lo convierten, por ende, en un enorme valor para la supervivencia.
Varios experimentos avalan lo que acabo de señalar al mostrar que los perros son capaces de seguir el movimiento de los ojos de las personas y leer además intenciones en sus caras, aun manteniendo fija la cabeza, cosa que no hacen otros animales (ni siquiera los lobos), excepto quizá los chimpancés. Es más, los perros parecen especialmente atentos siempre a las miradas y caras humanas. Y esto, se ha especulado, ha sido debido a una especialización de sus cerebros a través de cambios genéticos que bajo presiones selectivas (evolutivas) han ocurrido en el transcurso de ese largo periodo de colaboración mutua entre ambas especies. Curiosamente, todavía hoy no se sabe si los neandertales tenían la esclerótica del ojo blanca como los humanos modernos. De haber tenido los neanderthales la esclerótica oscura, como la de los chimpancés, se explicaría, al menos en parte, esta supuesta ausencia de cooperación y comunicación neanderthal-perro, cosa ocurrió de manera totalmente diferente con el ser humano.
Francisco Mora
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